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Extracto de:
Decidí que como jefe de la expedición me correspondía proveer de sustento al resto de la banda, y me paré a pensar. Teníamos tres fuentes de aprovisionamiento equidistantes. Una era el viejo Yani el pastor, que sin duda nos daría queso y pan, pero era probable que su mujer estuviera aún en el campo y el propio Yani tal vez no hubiera vuelto de apacentar el rebaño de cabras. Otra era Agathi, que vivía sola en una chocita destartalada, pero Agathi era tan pobre que me sabía mal aceptar nada de ella, y aun procuraba compartir con ella mi comida cuando andaba cerca de su casa. Por último estaba la dulce y bondadosa Mama Kondos, una viuda de ochenta veranos más o menos, que vivía con sus tres hijas solteras, y a mi modo de ver incasables, en una granja desaseada pero próspera de un valle del sur. Eran bastante acomodadas para los niveles del campesinado: aparte de dos o tres hectáreas de olivos y tierras de labor, poseían dos burros, cuatro ovejas y una vaca. Eran lo que se podría llamar las labradoras ricas de la zona, y por eso resolví que recayera en ellas el honor de avituallar a mi expedición.
Las tres gordísimas chicas, de mala estampa pero buen carácter, acababan de volver del campo y estaban congregadas en torno al pequeño pozo, chillonas de voz y color como cotorras, lavándose las gruesas, morenas y peludas piernas. Mama Kondos circulaba de acá para allá cual diminuto muñeco de cuerda, diseminando maíz para el estridente y despeluchado gallinero. En toda Mama Kondos no había nada derecho: su cuerpecillo estaba doblado como una hoz, tenía las piernas torcidas por los muchos años de llevar cargas pesadas sobre la cabeza, y los brazos y las manos permanentemente engarabitados de tanto recoger cosas; hasta los labios se le volvían para dentro sobre las encías sin dientes, y las cejas, que eran como níveos vilanos, se curvaban sobre los ojos oscuros y ribeteados de azul, guardados a su vez a cada lado por un cerco de arrugas curvas que fruncían una piel tan delicada como la de un champiñón.
Al verme, las hijas soltaron gritos agudos de alborozo y se agolparon a mi alrededor cual amigables percherones, para apretarme contra sus pechos mastodónticos y cubrirme de besos, exudando cariño, sudor y olor a ajo a partes iguales. Mama Kondos, David pequeño y corcovado entre aquellos aromáticos Goliats, las apartó con chillidos penetrantes: «¡Dádmelo a mí, dádmelo a mí! ¡Mi niño, mi corazón, mi amor! ¡Dádmelo a mí!». Y abrazándome me llenó la cara de besos dolorosos, porque tenía las encías duras como pico de tortuga.