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Extracto de:
Lucile Bucolin era muy hermosa. Un pequeño retrato suyo que he conservado me la muestra tal como era entonces, con un aire tan juvenil que se la hubiera tomado por la hermana mayor de sus hijas, sentada de lado, en aquella postura que le era habitual: la cabeza inclinada sobre la mano izquierda, cuyo meñique se doblaba con un gesto afectado hacia los labios. Una redecilla de gruesas mallas retiene la masa de sus cabellos espesos, medio recogidos en la nuca, y en el escote, pendiendo de una cinta de terciopelo negro, un medallón de mosaico italiano. El cinturón de terciopelo negro, con gran nado flotante, y el sombrero de paja ligera y ala muy ancha, que ella ha colgado en el respaldo de la silla, acentúan su aspecto juvenil. La mano derecha, caída, sostiene un libro cerrado.
Lucile Bucolin era criolla. No había conocido o había perdido muy pronto a sus padres. Mi madre me contó, más adelante, que, abandonada o huérfana, había sido recogida por el pastor Vautier y su esposa, que todavía no tenían hijos y que, al marcharse poco después de la Martinica, trajeron consigo a la muchacha a El Havre, donde vivía la familia Bucolin. Los Vautier y los Bucolin se frecuentaron. Mi tío estaba entonces empleado en el extranjero, en un banco, y no fue hasta tres años más tarde, al volver al lado de los suyos, que vio a la pequeña Lucile, se enamoró de ella y pidió inmediatamente su mano, con gran pesar de sus padres y de mi madre. Lucile tenía entonces dieciséis años. Entretanto, madame Vautier había tenido dos hijos y empezaba a temer la influencia sobre ellos de aquella hermana adoptiva cuyo carácter se afirmaba inquietantemente de día en día. Por otra parte, los recursos del matrimonio eran muy limitados… Todo esto es lo que me dijo mi madre para explicarme que los Vautier hubiesen aceptado con alegría la propuesta de su hermano. Imagino que, además, la joven Lucile empezaba a resultarles terriblemente incómoda. Conozco lo bastante la sociedad de El Havre para imaginar fácilmente el tipo de acogida que debió de brindarse a una jovencita tan seductora. El pastor Vautier, al que más tarde conocí, suave, circunspecto e ingenuo a la vez, absolutamente desarmado en presencia del mal, aquel hombre excelente debía de sentirse en el límite de sus fuerzas. En cuanto a madame Vautier, nada puedo decir: murió de parto cuando nació su cuarto hijo, que, aproximadamente de mi edad, debía llegar a ser más tarde amigo mío.