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Test de lectura

Extracto de:

A un dios desconocido, John Steinbeck

Más adelante, el camino seguía la ladera de una montaña cubierta profusamente de maleza —zarzamora, manzanita y robles jóvenes, tan densamente enmarañados que incluso los conejos tenían que hacer túneles para atravesarlos—. El camino se abría paso a la fuerza en la estrecha loma y llegaba a una franja de árboles, robles blancos y americanos y de Virginia. Entre las ramas de los árboles apareció un minúsculo jirón de niebla que fue ascendiendo con lentitud hasta las copas de los árboles. Pronto otro jirón translúcido se le unió y después otro y después otro. Surcaron juntos el cielo, como un fantasma que no ha terminado de materializarse, haciéndose cada vez más y más grande, hasta que de repente chocaron contra una columna de aire caliente y subieron al cielo para convertirse en nubes. Por todo el valle se iban formando nubéculas insignificantes que ascendían como espíritus de difuntos abandonando una ciudad dormida. Parecían desvanecerse en el cielo, pero el sol iba perdiendo su calor por su causa. El caballo de Joseph levantó la cabeza y olfateó el aire. En la cumbre de la montaña había un grupo de madroños gigantes y Joseph se admiró del parecido que guardaban con carne y músculos. Los madroños despedían sus ramas musculosas, tan rojas como la carne desollada y retorcidas como cuerpos en una parrilla. Joseph tocó una de las ramas al pasar por delante y era fría y dura. Sin embargo, las hojas que brotaban en los extremos de estas horribles ramas eran de un verde brillante y luminoso. Árboles despiadados y terribles, los madroños. Se quejaban de dolor al arder en el fuego.

Joseph coronó la cumbre y dirigió la vista a las praderas de su nueva propiedad, donde la avena loca se ondulaba en olas plateadas bajo un viento suave, donde las manchas azuladas de los altramuces semejaban sombras en una noche de luna llena y las amapolas de las laderas de las montañas parecían enormes rayos de sol. Se alzó sobre los estribos para alcanzar con la mirada los prados lejanos, en los que los grupos de robles permanecían enhiestos como senados permanentes, gobernando la tierra. El río, con su máscara de árboles, dibujaba una línea sinuosa en el valle. Dos millas más allá alcanzaba a ver, junto a un enorme roble solitario, la mota blanca de su tienda, abandonada cuando marchó a registrar su propiedad. Se quedó allí sentado durante un largo rato. Mirando al valle, Joseph sintió que su cuerpo ardía con una corriente de amor.