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Extracto de:
Ayer, mientras volvía a casa a través del parque, me detuve en una encrucijada del sendero. Tuve la sensación de que alguien se había parado detrás de mí. Seguí andando y oyendo el sonido de las pisadas sobre la grava. No eran veloces; parecían llevar mi mismo ritmo. De pronto parecieron cambiar de idea, aceleraron y me adelantaron. Pertenecían a un hombre que llevaba un grueso sobretodo negro, bastante alto —más o menos de mi estatura—, por su porte y actitud una persona joven, aunque no le vi la cara. Entonces quedó claro que tenía prisa. Al cabo de un rato, como no deseaba cruzar tan pronto el frenético tráfico de Bayswater Road, me detuve de nuevo, esta vez junto al camino de herradura. Entonces oí el leve sonido de unas pezuñas. Esta vez, sin embargo, carecían de cuerpo. Miré a la derecha, luego a la izquierda. Pero no había nada.
Mientras me acerco a Archangel Court, me siento observado. Entro en el vestíbulo. Se ven flores, una mezcla de gerberas y follaje variado. Una cámara de vídeo vigila. Un edificio vigilado es un edificio seguro, un edificio seguro es un edificio feliz.
Hace unos días, la joven que había tras el mostrador de Etienne’s me dijo que yo era feliz. Pedí siete cruasanes. Cuando me daba el cambio me dijo:
—Es usted un hombre feliz.
La miré con tal incredulidad que bajó la vista.
—Siempre está canturreando —dijo con una voz mucho más cauta, creyendo quizá que me debía una explicación.
—Es mi trabajo —dije, avergonzado de mi agria mirada. Entró otro cliente, y me marché.
Mientras ponía en el congelador todos los cruasanes de la semana —menos uno—, me di cuenta de que estaba canturreando la misma melodía casi sin melodía de una de las últimas canciones de Schubert.
Veo un hombre que mira hacia lo alto
y tanto dolor siente que se retuerce las manos.
Me estremezco al ver su cara.
La luna me revela que soy yo.
Puse el agua para el café y miré por la ventana. Desde la octava planta la vista se extiende hasta St. Paul’s, Croydon, Highgate. A través de las ramas parduscas del parque alcanzo a ver las agujas, las torres y las chimeneas que hay más allá. Londres siempre me causa desazón: incluso desde esa altura, no se divisa ni rastro de campiña.
Pero esto no es Viena. No es Venecia. Y si a eso vamos, no es mi ciudad natal del Norte, desde donde se distinguen claramente los páramos.