sophie germain13 de February de 2022Madrid era una fiesta. Cualquier borracho barbudo podía ser Hemingway. Los ochenta peligrosos y Malasaña, el pequeño Montmartre con olor a costo y meados. Esa tierra quemada se reflejaba en delirantes narraciones, poemas heroicos, cuentos telúricos. Con esta mixtura de jenízaro monstruoso, el libro, de pronto, al doblar una esquina, al pasar de página, germinaba en texto el beatífico paseo por Moyano. Aquellas conversaciones con Germán Coppini que se convertirían en diálogos escritos, –“ideas de nefelibatas”, me contaban los dos–, les producía un placer melancólico, porque para los Golpes Bajos ser decadente se exhibía con el estandarte de Brech: “malos tiempos para la lírica”. Dos patéticos peripatéticos, arreglando el mundo, se lo creían.
Yo estuve en Rock-Ola, en el Penta, cuando todo veinteañero tenía un grupo, aunque como iniciado sólo sabía tocar la armónica y mal. Él apuntaba en cuartillas vedes, perseguía a los músicos, seguía a los solitarios, a los insurgentes, y les hacía la crónica con tonalidades de novela negra y trompetistas de Nueva Orleans. Después desaparecía (creo que lo pasaba mal, pero le gustaba estar mal. Yo le leía aquello de Joseph Roth: “Se puede ser muy feliz en el dolor”, y se amansaba). Por el Rastro, en la Bobia, hacía los versos desesperados, el relato de sexo callejero, de lumis enamoradas a las que pagaba sólo para que le contaran historias truculentas, pero le salían ternezas y petunias. Fogonazos.
Ahorró para ir a la Tate Britain y conocer a Ofelia, de Millais. Estuvo dos días en sesiones de ocho horas para mirar ese cuadro, y lloraba. Ofelia, el personaje de Shakespeare, alunada por el asesinato de su padre, delira como una niña y se deja ahogar. Y para Chatterton improvisó el altar para rezarlo, con Wallis de oferente de Jesucristo. Thomas Chatterton – fallecido en Londres al tomar arsénico el 24 de agosto de 1770–, eligió matarse antes que morir de hambre. Los románticos le hicieron el héroe del genio desconocido, el abanderado de los poetas malditos. Él hizo la semblanza de los dos suicidas con el amor escatológico, feroz y descoyuntado que sentía por ellos.
Me decía “para nuestro libro”, y llegué a pensar que podía ser la protagonista de alguno de sus relatos. Mentía. Yo estaba en el insti y poco después, en la universidad supe que imitaba a Cortázar, a Keruac, a Lawrence, a Sexton, a Plath, a Durrell, aunque nunca vi esos libros en su biblioteca. Tenía muchas notas que me hacía guardar “por si valía”, en aquellos Cuadernos Rubio, y yo quería ser ella:
“La amé en el café donde mi mano viajó distraída hacia su cara dibujando un abanico de ternuras, el Braille obsesivo de cíclope bizco, ojos ateos, incrédulos, que necesitan certificar por el contacto (¿estabas allí, Mónica?); o en aquel tugurio, al amaestrar sus dedos para auscultarme el corazón, desbocado y rojo como un sexo enhiesto, por la proximidad, yo transcendente y ella entre sonrisas, sólo me pidió que no me muriera allí, que dejara el síncope para otro momento. Lo hizo más sencillo, sin nervios, me quitó el traje gris solemne con el que al final, por la poca sisa, no puedes ni respirar para decir te quiero. Apenas conocida, tenía la intimidad de siglos, de hogar compartido, de leña. Desperté con el adiós, era el bienestar que no recordaba desde el día en que me regalaron mi primera brújula. Y unos colibríes volatineros salieron de su escote.”
Cuando leí todo aquello en forma de libro le había perdido la pista, no sabía ni dónde vivía, pero me pareció que con aquellos relatos me daba un beso en la frente. Me quería sólo para un sueño. Rimbaud comenzó la mayor parte de su poemario de adolescente, luego dejó de escribir a los 20 años y abandonó a Paul Verlaine, su amor loco, su novio. Se hizo traficante de armas y esclavos en Abisinia. Este libro es el de un traficante de ilusiones, de un tramposo, de un ausente. Muchos domingos paseo por la Cuesta de Moyano por si me lo encuentro en forma de libro, él y aquella historia, a precio de saldo.
Sophie Germain